A la vuelta de Madrid veo campos y flores rojas a través de un cristal sucísimo. La mujer que tengo delante en el AVE acaba de hacer un curso para inversores inmobiliarios y habla en un chat llamado «Chicas Inversoras [emoji corazón+emoji dinero con alas+emoji sol]»; comparte una foto en Instagram de su mentor1 y escribe que ha sido un fin de semana inolvidable. Para mí no tanto porque he estado trabajando en la Feria del Libro de Madrid y no he podido avanzar con el último borrador de la novela, pero he pensado en ella. Sobre todo en uno de los capítulos finales en el que la protagonista visita una cafetería con cristaleras de color salmón y se describe la luz que entra por ellas. Es una luz muy concreta, la que aparece en esas tardes en las que deja de llover y sale el sol. Me encantó describirlo porque tenía en mente una de mis mayores obsesiones: una garita de seguridad que había en la fábrica Cosme Toda de L’Hospitalet de Llobregat. Era una garita, bajo mi punto de vista, preciosa, situada a pie de calle y protegida por cristales de color salmón.
Siempre que tenía que ir al centro, pasaba por ahí y me quedaba un rato fantaseando con trabajar en la garita, imaginándome como suspendida en ámbar, espiando a la gente y con el sol de la tarde dándome en la cara. Durante esos momentos en los que me quedaba embobada mirando aquella especie de cenador circular, me invadía la nostalgia más absoluta porque algo me decía que la fábrica tenía los días contados, que pronto cerrarían y la echarían abajo como pasaría años después con una fábrica cercana, la Font Diestre, en la que había trabajado mi madre.2 Por eso se convirtió en una amiga a la que siempre me alegraba de ver pero de la que siempre me despedía con pena por si era la última vez que nos encontrábamos. En los últimos años, cuando escribo, además de tener en mente a un lector ideal, tengo superpresente la garita y ese sentimiento que me despiertan los momentos en los que miras algo y eres consciente de que es la última vez que estarás en presencia de ese algo (o alguien). Atesoro esos momentos y los repito en mi cabeza a diario para no olvidarlos. La garita terminó desapareciendo, como otras tantas cosas, por culpa de la especulación inmobiliaria.3 Pero primero estuvo un tiempo con los cristales tapiados en lo que a mí me pareció un gesto cruel y un ataque directo a mi persona. Por suerte, siempre me quedará el tiempo suspendido de Google Maps, de las fotos que le hice y están atrapadas en un ordenador que no se enciende, el recuerdo claro de esa luz concreta que vi durante tantos años entrando en la garita y la certeza absoluta de que nunca, pero nunca, estaré en un grupo de WhatsApp llamado «Chicas Inversoras [emoji corazón+emoji dinero con alas+emoji sol]».
Te veo pronto si la vida me deja,
Alba G. Mora.
Un tal Pau Antó que tiene toda la cara de friki y toda la pinta de ser el típico líder de un culto estafador hijo de la gran puta que hace cursos para ganar dinero invirtiendo en inmuebles. Uno de sus consejos de auténtico psicópata es convertir locales comerciales en trasteros. Es algo que he empezado a ver en La Florida, donde hace poco cerraron una ferretería para poner un trastero con estética 2001: Una odisea del espacio (1968).
Promovida por un ser diabólico llamado Núria Marín, la que era por aquel entonces la alcaldesa de L’Hospitalet de Llobregat (PSOE). Tiró abajo la fábrica para construir pisos diseñados en el mismísimo infierno del que salió ella.
"What if we kissed at the garita de seguridad del Cosme Toda?" Fan
perfecta